«La democracia, el sistema de la antigua sociedad ateniense, se caracteriza por la mediocridad. Los líderes de los regímenes democráticos son simplemente seres humanos mediocres, servidores de las masas soberanas, mientras que las sociedades lo que necesitan son seres superiores que dirijan a sus naciones. La democracia obtiene su fuerza de masas amorfas y descarriadas».
- Huey Long
El sistema democrático se resiste a reformarse o desaparecer. Sus paladines, fieles colaboradores, persisten en su defensa acérrima, ya sea por no desprenderse de un aparato evidentemente corruptible y falaz que le provee intereses varios o por una alucinante imagen esperanzadora de una democracia posible más allá de sus fallas constantes; el voto, como sepulcro de los ideales del bien genuino, arroja tierra a las posibilidades del cambio sustancial en el tablero ecuménico de la política.
En todas las partes del mundo, las democracias están en un evidente estado de emergencia y crisis, conflictos que no son ajenos al ojo crítico de las sociedades globalizadas, actores de cambios secundarios, de los cuales muchos Estados dependen para mantenerse en la altura predominante de la influencia mundial y ocupar sitios primordiales entre el grupo de los más poderosos. En tiempos actuales los indicadores tradicionales para la medición de la aceptación de los modelos democráticos en los pueblos resultan engañosos y confusos, actos como ir a las urnas o mostrar representatividad en el poder han quedado como imágenes nebulosas y poco fiables. Antiguamente, en la noción democrática griega, los ciudadanos de las polis debían involucrarse decididamente en los asuntos relevantes de la política, tanto en el rol de juez como el de rector, pero este sentido arcaico no se demuestra en la actual funcionalidad de la democracia moderna, cuyo procedimiento se asemeja más a un totalitarismo disimulado, pasivo y con engranajes de acción que contradicen los supuestos principios de la democracia auténtica.
El alejamiento del sujeto de las decisiones políticas lo ha devuelto a un estado primitivo de súbdito o convertido en un somero elemento de un sistema que no subsiste de su envolvimiento en el proceso político, permaneciendo inalterable a pesar de las demandas del individuo o la colectividad. El aceleramiento, como combustible de la sociedad dinámica, acompleja esta problemática y distancia a los residentes de una nación de su terreno político, causando una disgregación de poder e influencia, adaptando convenientemente a los hombres a una participación de baja resolución, como su actuación en centros de votación, reservando sus demandas políticas y sociales como simples ecos de ruego que no terminan por tomar forma verdadera o influyente.
El pecado democrático consiste en la utilización viciosa de los números para igualarlos en el balance de los pensamientos variados; el peso avezado de un hombre calificado puede quedar sujeto en la misma línea de valor y consideración que el de un hombre analfabeto. El número, como signo elemental de la democracia, es una autoridad incuestionable que no flaquea ante los designios justos de la excelencia ciudadana. En el modelo democrático los números son superiores indiscutidamente en frente de las ideas más competentes, esto resulta en una masificación de la ignorancia dirigida como resultado vencedor, aun si el contenido de la masa es nocivo y perjudicial para el país en cuestión, pues así reza en los principios de la democracia tradicional. Si nos adherimos ciegamente a las líneas conceptuales y prácticas de la democracia nos precipitamos a una sistematización de la mediocridad excusada como un medio imprescindible sólo por el hecho de que proviene de la fuente demandadora de la mayoría de un pueblo. Es la voz iracunda de la muchedumbre la que se impone despóticamente sobre los susurros diáfanos de las mentes más capaces y lúcidas, y ese griterío incesante sólo demuestra una pasión irracional movida por una demagogia mezquina que funciona como el servidor discursivo del triunfo del absolutismo de las masas.
En nuestras democracias contemporáneas los principios de atender a las necesidades de los pueblos han quedado relegados a una posición abyecta: los gobiernos son claramente hostiles frente a estas demandas, hacen malabares burocráticos o se unen gustosos a un juego malicioso de ignorar frecuentemente los sectores que anhelan mejoras inmediatas para los habitantes. No podemos hablar de ciudadanos en las democracias actuales, pues el ciudadano es un título que caracteriza a un individuo con plena participación activa en las bisagras políticas y sus realizaciones contiguas, y dicho individuo no constituye un arquetipo diligente en el mundo democrático del siglo XXI. Por lo que, en este sentido, estaríamos tratando con un totalitarismo singular, contradictorio, pues es uno desarrollado a partir de las acciones de las masas, esperanzadas por la creencia rígida de que el sistema democrático auxiliará los conflictos vigentes que sufren las naciones. El resultado de la manipulación de estas emociones volátiles es el que presenciamos, en unos sistemas democráticos incompetentes, abiertos a la degeneración y la más condenable corrupción, un instrumento de poder que esclaviza y que tiene la enorme ventaja de ser invisible ante los ojos sociales, al tener fachadas de mecanismos aparentemente representativos con la sociedad.
Generalmente, las democracias ineficientes pueden transformarse progresivamente en desatadas anarquías, antítesis de civilización, decente y estable, por la desconfianza y la pérdida de fe en las instituciones que tenían el deber de representar a la ciudadanía y actuar con excelencia y medida en los diversos asuntos públicos de la política y la sociedad, causando una erosión de violencia social, signo de malestar agraviado por la mediocridad reflejada en la pérfida imagen de la democracia corrompida. Es una imprudencia esperar este tipo posible de escenario, pero es una cuestión irrelevante para las esferas del poder, quienes continúan promoviendo el sistema que tantas fallas contiene en sus métodos. La democracia conduce inevitablemente a la tiranía o la incompetencia desproporcionada, lo que puede abrir puertas a otras alternativas políticas menos deseables, como ocurrió en Venezuela en la década de 1990. La sociedad venezolana, hastiada y desesperada, sabiendo envilecido el sistema democrático que degeneró en una descarada y ruin corrupción que sometió al país a una grave crisis de institucionalidad y economía causada por el partidismo, abrió la posibilidad a la entrada al poder de un caudillo que prometía cambios radicales a tal vil sistema democrático, estableciendo así definitivamente la tiranía chavista que perdura hasta nuestros días. Este ejemplo puede ilustrar cómo una democracia aparentemente correcta puede ocultar el embrión de futuros políticos más oscuros.
Imaginemos a la democracia como un gran coro donde cada voz, sin importar su calidad musical, tiene el mismo derecho a ser escuchada que las demás. El resultado no es una sinfonía armoniosa y dulce, sino un ruido caótico e insufrible, donde las voces sabias y melódicas se pierden entre los gritos desafinados, ahogadas por la cacofonía de la multitud. Ese ruido atorrante entorpece la suave melodía insigne de pensadores, sabios y gentes capaces que, sabiendo los peligros de la imposición de la mayoría iletrada, intentan advertir a los restantes residentes del país los riesgos que se asumen cuando se valida el analfabetismo ordinario en concordancia con el peso del pensamiento bien dirigido. Un sistema que valora de igual modo a dos pensamientos opuestos en prestigio y calidad está inevitablemente destinado al más espantoso fracaso; no se puede confiar en un sujeto que desconoce de estructuras políticas y desconfiar de otro que se ha preparado toda su vida para el entendimiento cabal de las ciencias políticas, esta demente asunción sólo lleva al caos, a la revuelta social y a un atraso insondable.
Todos los hombres nacemos, crecemos y nos desarrollamos de formas semejantes, pero sustancialmente diferentes en los modos y maneras de nuestra experiencia individual, nuestras acciones e ideas son diferentes y es una cuestión natural, porque el hombre no es copia de otro sino continuación renovadora u obsoleta, por temas de educación o habilidad, dado que el hombre se desempeña según sus entornos y sus voluntades dispares, contienen valores desiguales y mentalidades contrarias, y sin la pluralidad del hombre no cabría en el mundo esta dinámica histórica de competencia entre sistemas filosóficos, propuestas sociales, discusiones literarias o iniciativas culturales; todo cuanto hay de admirable en el mundo resulta de la diferencia primordial de los ecosistemas de ideas de los hombres. Si esta pluralidad de ideas, en donde evidentemente hay unas superiores a otras, se somete a un mecanismo de nivelación sin considerar el tallo y relieve de cada una de ellas, la degeneración entre lo que es lo auténtico y lo desechable no tiene una distinción clara y se procede a una malversación de valores en donde la vulgaridad y la alteza quedan envueltas en un mismo manto confundible.
Consideremos los perfiles verdaderos de los políticos de turno, en donde la estrategia principal es la utilización malintencionada del bien común como base del discurso de carácter populista, demagógico, usando engaños como propuestas que no tienen un cuerpo de acción calibrado, sólo es una habilidad de la lengua corrupta que caza votantes, números, identificaciones y no hombres de pensamiento juicioso, no se interesa por el desarrollo de una nación, establece los inicios del clientelismo político, de una subsistencia del ciudadano a través de la palabra demagógica. Personas sin virtud o valores elevados pueden menoscabar a largo plazo una tradición política y social en cualquier país, y lo sorprendente de estos hechos es la continuidad reglamentaria que obtienen por la ineptitud de quienes validan sus avances mediante el sistema democrático que los ubica en sitios de dominio público. El enfrentamiento insólito de la cantidad de números en contra de la calidad de ideas es el hilo combativo que caracteriza a las democracias populistas.
El fundamentalismo democrático que los secuaces de la democracia manifiestan ante sus críticos es una demostración de posesión ideológica y no de una reunión de fines dialógicos, de entendimiento mutuo de las necesidades de reformas o de superación transversal de los mecanismos actuales. Si bien la democracia acaparó el medio político en las últimas décadas esta no está hecha de perfección o ideales lo suficientemente comprometidos con el desarrollo de las sociedades, y su aparente imperfección no puede seguir obedeciendo a las exposiciones que realizan de ella como un natural componente necesario, utilizando también como ejemplo el pasado totalitario como una excusa histórica absoluta que evita el diseño de nuevos mosaicos de acción y organización políticos diferentes a los actuales de la democracia moderna. Es evidente que el derrumbe de la democracia traería consigo cambios radicales que finalizarán con las posiciones de privilegios y corrupción que ostentan una cantidad nada desestimable de autoridades regionales y continentales. Las vulnerabilidades de la democracia nos sitúan ante las reflexiones primeras que debemos hacernos como actores en este teatro político mundial, a realizarse las preguntas fundamentales y marcar el trazo del camino a recorrer para la construcción de nuevas vías de planificación y realización políticas.
¿Es la democracia la verdadera exaltación de la voluntad popular o una forma abyecta de silenciar la verdad de lo que se requiere, aunque eso signifique demoler las fachadas que se han mantenido inamovibles hasta ahora para encauzar una propuesta digna para la sociedad? En otro sentido análogo, podemos afirmar que la libertad democrática aún es una ofrenda precipitada para las masas baldías, una quimera por la cual no se debe luchar mortalmente.
En un ambiente turbio, agitado por las revueltas de una fervorosa horda, es Jesús, el Hijo de Dios, presentado ante Poncio Pilato, que no es otro que la dubitativa y temerosa autoridad, un sistema con dudas, sin criterios y que se deja envolver por el anárquico clima de la muchedumbre, y, por otro lado, un hombre que contrasta radicalmente, de aspecto desaliñado, mugriento, se erige con una mueca burlesca y unos ojos amenazantes. Es Barrabás. Poncio Pilato, ante aquella hostilidad latente e impaciente, propone soluciones racionales y lógicas, incita a la multitud expectante liberar a uno de los dos hombres, y pensando que Jesús, con su semblante sereno y abatido, sería quien fuese liberado, sabiendo la peligrosidad del criminal y vicioso Barrabás, queda sorprendido por la respuesta común de todas las voces. El estallido es unánime: se grita el nombre alevoso de Barrabás. Poncio mira atónito a la convulsa multitud, espera una reacción diferente y vuelve a formular la pregunta, pero el clamor continúa su origen barbárico y no acepta reparo. Barrabás es liberado por petición del pueblo, por la voluntad torcida de una demagogia insistente. Poncio, autoridad romana, a pesar de su poder, cede ante esa execrable hueste. Abandona la inocencia y la verdad a los terrenos depravados de sangre y castigo, ignorando la honestidad que reposan en los ojos de aquel hombre que acepta con sosiego su destino fatal. Barrabás baja de la altura de la autoridad y se pierde entre las filas de aquellos pueblerinos idos por el odio y el resentimiento. Jesús es finalmente crucificado, muere ante el gusto perverso del pueblo y su voluntad, mirado con desdén por la autoridad que no decidió liberarlo, a pesar de que era lo correcto. El pueblo condenó a lo más alto y sagrado, se olvidó de sí mismo por el eco violento de la animadversión y la lengua impúdica. La democracia eligió a Barrabás.